Movimiento 7
De Chicago a Minneapolis
Ya hemos despegado, dentro de poco estaremos en la ciudad que ha albergado a mi primo y su familia todos estos años. Algo dentro mío está dando tumbos, mis oídos se acostumbran poco a poco a la altura, y he grabado un pequeño vídeo de la vista desde mi ventana. Después de todo, me gusta eso de subirme a un avión y sentir el ligero bamboleo de la nave mientras cruzamos el cielo en algo que me parece un sueño.
Cuando cumplí once años y terminé sexto de primaria, hubo un concurso de éstos para ver quién “aprendió” más, de acuerdo con los injustos estándares educativos de la modernidad. Salí electo en mi escuela después de un examen, fui a concursar a nivel estatal y terminé ganándome un viaje a la capital del país. Esa fue la primera vez que volé. La enfermedad cardíaca de mis padres les impedía volar, así que un “vuelo familiar” estaba completamente fuera de los planes. Me recuerdo pequeño, con dientes enormes y gafas redondas y grandes, estaba brincando y gritando “Meksicote” (sic) y empujando a dos de mis “nuevos amigos”, otro par de muchitos listos para volar también.
Nos fuimos por Mexicana de Aviación, una empresa que pasaría a manos de Delta unos años después gracias a la influencia del TLC. El piloto nos felicitó por el altavoz y nos fue diciendo lo que se podía ver desde la ventanilla. Y ahí estábamos todos, babeando y corriendo de un lado a otro del avión para saber cómo lucían Teotihuacán, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl desde las alturas. El estadio azteca y el Olímpico Universitario, la cuna de Hugo Sánchez. Dimos una vuelta por el DF de aquél 1995 y descendimos. Las pocas fotos que pude tomar corrieron la mala fortuna de velarse. Pero la experiencia sigue viva en mi mente.
Tuvieron que pasar once años para que volviera a volar, para que me remontara a las nubes y, sólo por un momento, creyera que los milagros, que las historias con finales felices pueden existir. Saber que la vida es lo suficientemente buena como para ofrecernos nuevas perspectivas de las formas más peculiares, como estar sentado a miles de kilómetros de altura, escribiendo en mi computadora y bebiendo jugo de manzana. La vida nos presenta oportunidades inesperadas en los momentos más imprudentes.
Nos estamos acercando al aeropuerto St. Paul en Minneapolis. Bajo mis pies se extiende una capa blanca fraccionada en varios segmentos. Que alguien me diga que no es nieve… es nieve. La temperatura estará alrededor de 3 o 5 grados. El sol brilla, sin embargo, y eso me da muchas esperanzas. Puede hacer frío, pero ya aprendí que mientras haya sol, seré feliz. Son las 10:43 de la mañana, mi cita con mi primo es a las 3, así que tengo tiempo suficiente para llegar al “mall”. Estoy nervioso.
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