Minneapolis
O un cachito de México, de Oaxaca; vuelta a Miahuatlán.
Al día siguiente de mi llegada, nos levantamos bastante tarde. Nos pusimos a ver una película que habíamos dejado para el día siguiente: “no country for old men”, la primera parte, pues la clase de batería nos interrumpió. No entendí la película, ni el significado del título, ni siquiera comprendí la mecánica de la trama (o sea porqué los eventos sucedieron de tal forma) y me dejó un extraño sabor de boca, como cuando uno sabe que tiene que entender una historia porque ganó algunos premios, pero simplemente no es capaz de captar la esencia que yace detrás de los aparentes sin sentidos que leemos en la superficie.
A las cuatro quince salimos para la casa donde Víctor (hijo) toma clases de batería. Estaba muy emocionado por ver a mi sobrino darle a la bataca, pero llegamos tarde y el profesor ya no estaba en su casa. Me quedé con las ganas de oírlo, y él de mostrarme sus dotes de “Ringo Star”. Volvimos, una fina pero pertinaz nevada caía sobre nuestras cabezas y los campos lucían un albor ahora ya conocido para mí. Tomé algunas cortas secuencias que después armaré en algo mayor. Teníamos algo de hambre, así que comenzamos a deliberar dónde deberíamos comer. Alguien quería hamburguesas, pero los padres objetaron que yo comía eso todos los días; lo que, de cierto modo, es verdad, Por tanto, pensamos en comer algo mexicano. Al final, entramos en un sitio que vendía BBQ y pedimos el “American Feast.”
Volvimos a la casa, terminamos de ver la película y todavía tuve ganas de comer un poco más. ¡Me dio hambre! No como la mera necesidad de comer algo, que por ley natural he sentido aquí; sino más bien, el deseo de sentarme a la mesa con personas queridas, el gusto de poder conversar bajo las alas de una misma cultura y, más o menos, una misma generación.
Después de una charla “de adultos” (sobre temas apasionadamente aburridos) nos fuimos a dormir. Soñé cosas raras esa noche, sé que me desperté dos o tres veces, pero no recuerdo qué soñé. En fin, ya me acordaré si tengo que hacerlo.
El sábado fue bastante tranquilo. Una larga y divertida visita al Mall of America. El auto de Víctor había tenido algunos problemas con su bomba de agua y derramó el anticongelante, se calentó enormemente y hasta humo echó. Me sentí un poco como en los tiempos en que los automóviles eran tan inestables que había que tener cuidado con ellos. De hecho, tomé una fotografía del auto con todo el humo.
Entramos a la plaza comercial y, aunque ya la había recorrido más o menos el día que llegué, me dio gusto hacerlo con quien sabía donde estaba cada tienda, o por lo menos, una mayor idea que la mía. Después de dar algunas vueltas, ver aquí y allá, buscar nada en especial y dar gracias mil veces a los atentos vendedores de piso que buscaban engrosar sus comisiones, nos subimos. Mientras exploraba la tienda de “Love from the US”, mi primo “me disparó” una sudadera de Minnesota y yo compré un juego de cartas para los García. Al final, habría que volver porque no le quitaron el seguro a mi sudadera.
La última parada fue en una tienda de música y películas. Había ofertas y una cabina donde uno podía mezclar su propio disco. Estos muchachos y las preocupaciones por el derecho de autor. Había también una esquina con las carátulas de los vídeos cubiertas discretamente por un cartón blanco. Me acerqué y vine a descubrir la sección pornográfica de la tienda. Muy interesante: encima de hacer el oso quitándole los cartones a las películas, todavía eres estigmatizado a una esquina de la tienda (donde todos pueden ver que estás ahí) si estás interesado en un producto de ese tipo. La sección ocupaba más espacio que la de suspenso y documentales juntas, en fin.
Cuando volvimos a casa, nos esperaba la promesa de un poco de arroz y mojarras. ¡Mojarras!
La primera vez que probé la mojarra no la sé, pero sé que ese pez en particular trae dos recuerdos muy bellos a mi mente. Uno, cuando fui con mi familia a Veracruz gracias a la invitación de una amiga de la familia. Mi padre, mi madre, mi hermana y yo nos hartamos de comer mariscos. Solemos decir que fue el primer viaje de Lendy, mi sobrina, porque mi hermana estaba embarazada en esas fechas. Recuerdo a mi madre, sentada frente a mí apartando con cuidado las espinas de mi mojarra frita para que yo comiera. Mi padre se había pedido algo diferente y dijo algo como “fíjate lo que hace tu mami para que aprendas.” Yo tendría como unos nueve años a lo sumo. El otro recuerdo se remonta a cuando tenía unos cuatro años y me sentaba a escuchar “la vida de Jesús” frente a la consola de mis padres. Mi hermana ponía el disco y me quedaba oyendo atento, hasta que fui capaz de seguir cada frase casi de memoria. Me imaginaba cómo sería comer un pez con Jesús, y si él se habría espinado alguna vez. Mente infantil, me preocupaba que se hubiera lastimado.
Comimos, pues, mojarras con arroz, una guarnición de lechuga y tomate, un poco de mayonesa y pan blanco. Al terminar, Víctor limpió la mesa al más puro estilo de Doña Ramona, mi abuelita. Con el dorso de la mano, empujó las migajas hasta formar un montón, sonrió, volteó a verme y me dijo, “¿Te acuerdas?” “¿De qué?”, le contesté. “Así lo hacía la abuelita” “¡Es verdad!”, dije sonriendo igualmente y con un aire de nostalgia en nuestros ojos. Soledad nos miró con intriga y Víctor le explicó que era costumbre de la abuelita limpiar así su mesa mientras seguía la conversación de sobremesa.
Ahí comenzó una retahíla de recuerdos: la olla de café, la novela de las cinco, su “después de la novela”, el pan, el olor de su cocina, en fin. Un mundo que ya no volveremos a ver, mil historias que quedarán para recordarlas, pero no podremos revivir simplemente porque la casa de la abuelita ha cambiado dramáticamente y lo que nosotros conocimos de niños ya no está. La casa de adobe que albergó a dos o tres generaciones ha dado lugar a un diseño más moderno, Chava comenzará una nueva historia.
Salimos una última vez aquella noche para devolver la película y rentar otra. Vimos la película “Emporium of Mr algo” Buena película, me dejó un mensaje sobre la importancia de confiar en la magia que existe en las mínimas cosas, lo cual da pie a cosas extraordinarias. Víctor (hijo) eligió la película y fue muy curioso vernos a todos juntos, sentados en la alfombra, viendo la película, un poco muertos de sueño, pero contentos.
El domingo era Pascua, mi primo y su esposa tenían deberes que cumplir y fuimos a su congregación para el servicio de una. Yo me quedé abajo con Salvador. Preferí quedarme abajo porque no me siento tan a gusto con las formas de alabar al Señor que ellos utilizan. Simplemente me distraen mucho. Bajé unas escaleras y me puse a jugar con Víctor y Salvador por un rato. Iba a subir al servicio, pero éste comenzó y no quise subir y llegar “tarde”. Después de un rato, Soledad bajó y me dijo que fuera arriba, pero yo ya estaba con Salvador y él no quiso que me fuera. (Me torció el brazo, ja, ja) Al final, subí porque tenía que filmar algo. Los niños de la escuela dominical hicieron una representación del pasaje de la resurrección según San Juan, me parece, uno de los relatos del epílogo. El caso es que filmé a los chicos haciendo eso, me recordaron mis tiempos en Tlalcoligia y el adviento en Celaya.
En mi tercer año de seminario, era común preparar una representación que tomaba el lugar de la homilía, seguida en ocasiones por un mensaje de tres a cinco minutos por el celebrante. Esto trataba de acercar el mensaje del evangelio del día a las personas de la comunidad. Después de un tiempo, ya no se daba homilía en la misa de niños, ni en la de jóvenes: todo era una representación. Yo participé organizando una con los chicos de Getsemaní en su momento, eran muy esmerados.
En Celaya, sabedor de la costumbre que se estaba implementando en Tlalcoligia por los hermanos Juniores, propuse que hiciéramos lo mismo para la misa de niños. El padre maestro lo aprobó y comenzamos una serie de cinco representaciones que comenzaron el Primer Domingo de Adviento y terminarían en Navidad. El problema fue que no supe cómo hacer las historias y el P. Luis canceló el proyecto.
Al salir de la iglesia, nos dirigimos a la casa. Rentamos American Ganster y después de comer la vimos. A mi primo le gustó mucho. Soledad hizo una pregunta muy interesante: ¿Qué pasó con Lucas después de la película? O sea, ¿Volvió a ser un criminal, o se puso a vender salchi-papas y cervezas en la Quinta avenida? No lo sé, pero en cuanto pueda lo investigaré. Ja. Una película así, con tantas vueltas, con tantos giros inesperados y el final tan impredecible me gusta. Cuando íbamos a dormirnos, Sol descubrió que la sudadera que compramos en la plaza comercial aún tenía el seguro antirrobo. Teníamos que ir a cambiarla al día siguiente.
Víctor (padre) decidió que no iría a trabajar al día siguiente. Yo le comenté que me había gustado una cámara que vi en el Mall of America, pero que quería comparar y ver otros lugares; me ofreció ir a otras dos tiendas. Antes de irnos cumplimos con un rito que, sin querer, fue como tener a Miahuatlán a la mitad de Minneapolis: nos desayunamos un café y un pan.
En todas nuestras casas siempre ha habido una olla de café. El café forma parte básica de nuestra alimentación diaria, lo tomamos caliente o frío, sólo o acompañado, los bebés se “destetan” con café y los viejos recuerdan buenos tiempos al calor de “una tacita”. Mi abuela siempre tenía café, no dejaba que sus nietos se fueran con el estómago vacío: “Cuando menos un café y un pan” antes de irnos. Sobre todo Víctor y Chava, que estuvieron a su cuidado tanto tiempo. En mi casa, de igual modo, antes de salir de casa era común que mi madre nos pidiera, al menos, tomarnos una taza de café y un pan dulce; a la hora de la merienda, nos sentábamos a la mesa para platicar de los eventos del día y “tomar café”. De hecho, ése era el grito en cualquiera de las casas: “A tomar café” o “ya está el café”.
Salimos y vimos algunas cámaras en la misma tienda donde me hice de un refrigerador, pero no vi algo que me convenciera realmente. Fuimos entonces a “Circuit City”, allí vi la cámara que quería: una Kodak, con las características que estaba buscando y un precio que me sorprendió. Una buena definición, funciones extra, batería de litio, corto tiempo para encender o capturar, algo de ligereza (no tanto como yo habría querido) y un precio de rebaja. Cuando llamé al vendedor, me dijo que no tenía más cámaras en existencia, ninguna aparte de la que estaba en exhibición, que si la quería tomar. Obviamente le dije que sí, yo no tengo empacho para eso. Así fue, y como me vendieron ésa cámara, rebajaron 20 dólares del precio ya rebajado. No digo que haya sido una ganga, pero sí me salió cómoda, tomando en cuenta lo que pude haber pagado por una similar.
Contento con mi cámara sólo faltaba ir a cambiar la sudadera. Pero Víctor (padre) tenía clases de guitarra y reflexión bíblica en la tarde. Ya era algo tarde y, además, yo quería ir a ver el cetro de Minneapolis. Así pues, convinimos que yo iría solo y les avisaría cuando terminara mis diligencias para que me pasaran a recoger.
Antes de aventurarme en el centro de Minneapolis, los invité a “La Hacienda”, un restaurante de comida mexicana que está en una calle dominada por hispanos. Incluso, un tramo de la calle se llama “César Chávez” en honor de un activista y luchador por los derechos de los hispanos en este país. Hay de todo en esta calle, desde tiendas de ropa hasta un local donde preparan “eventos religiosos”, es decir, bodas, quince años, primeras comuniones, etc. La música, los olores, las fachadas eran totalmente diferentes al resto de la ciudad.
Después de darme gusto con un alambre al pastor, que pudo recordarme algo, pero no lo hizo; me aventuré a tomar el tren ligero en la estación que estaba justo arriba de donde mi primo me había dejado. Llegué al centro en poco tiempo, pero hacía bastante más frío del que pensé, la tarde iba cayendo y la temperatura bajaba. Un viento del oeste empeoraba todo, pues hacía más palpable el frío, lo intensificaba. Al salir del tren, llegué a las torres de la Quinta, comencé a vagabundear. Me pareció que, sin un guía, ni un mapa, ni nada, no había sitios de interés para mí. Estaba caminando por dentro de las torres y no veía el centro en sí, sino el interminable desfile de tiendas en el centro de Minneapolis.
Sólo hubo algo que llamó poderosamente mi atención y me gustó mucho: las estructuras que se construyeron entre varias torres para comunicarlas sin salir a la calle. Pasar de un edificio a otro era muy sencillo, miles de personas deben pasar por esos pasillos, llamados “skyways” para ir a trabajar, o pasear, o comprar. Tomé algunas fotografías desde esos puntos, pero es lamentable que no sepa a qué exactamente le estaba apuntando con mi cámara.
Viendo que no había más que ver, me subí de nuevo al tren y llegué a la plaza comercial para quitarle el seguro a mi sudadera. No hubo problema alguno. Salí de la tienda, abordé un autobús y llegué al otro centro comercial donde mi primo me recogería. Lo recorrí más o menos completamente. Entré a la tienda de Apple y vi algunos aparatejos, tampoco me llamó mucho la atención, después de todo, la tienda es modesta, sencilla y no hay más productos que los de la compañía con algunos pocos de terceras partes. Vi que estaban exhibiendo 10000 BC, recordé que Oscar me la había recomendado y me decidí a entrar cuando me dijeron que el boleto costaba seis dólares.
La película es un churro vil y despiadado, pero entretiene. Me gustó la idea de que la profecía tan esperada tuviera que ver con la constelación de Orión. Hablaban de la “marca del cazador”, y tal vez haya sido el único en la sala que haya entendido el verdadero significado de aquellas palabras. También me satisfizo el argumento de la conexión entre las dos mujeres espirituales de la tribu, como una le da vida a la otra, como “la madre” vela por los peregrinos. Es una idea muy básica, pero también bastante arraigada entre mi cultura: una madre nos cuidará siempre. La idea de fragilidad en un líder también es rescatable. En suma, es una película que vale la pena ser vista una tarde de domingo sin algo más importante que hacer y con ganas de comer palomitas. Hay que mencionar, finalmente, que mi refresco sabía raro y mis palomitas no tenían salsa, lo que les quitó mucha magia.
Al salir, hablé a casa de Víctor. Me contestó Sol y me dijo que él ya había ido a la plaza pero no me había visto. Esperé otros quince minutos y llegó por mí. (de nuevo) Me disculpé por no haber avisado, me dijo que no había problema. Llegamos a la casa y cené un bocadillo. Descargamos unos programas en la compu, le pasé unas fotografías y quedaron pendientes un par de canciones. Me puse a empacar mis cosas. Los niños tenían un aire sombrío por mi partida. Son muy nobles y “se dan a querer” mucho. Quedó la promesa y proyecto de volver en verano.
Me fui a dormir. Cerré los ojos y soñé con tardes de café en la cocina de mi abuela.
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