sábado, 5 de abril de 2008

Viajando III

Movimiento 3

De Amtrak a O’Hare


 Llegué a la estación de ferrocarril de Chicago con media hora de retraso, pero me importó poco realmente pues no tenía prisa alguna. Mi estado de relajación llegó a tal grado, que confundí la dirección y, en vez de ir al oeste para llegar a la Torre Sears, me dirigí al norte. Estaba perdido, pero unos ojos bonitos me dieron luces de hacia dónde irme. Caminé por el centro de Chicago preso de una euforia especial, no desbordante sino apenas rebosante, mis ojos lo devoraban todo a la luz del sol vespertino que decidió quedarse hasta el ocaso. 

 

 Una vez corregido el rumbo, observé con anonadamiento la altura del edificio y su bello trazo, contrastando con los demás edificios y recortando el cielo de Chicago, azul, sin una nube. Entré a la Torre y cortés, aunque tajante, una señorita me dijo que la entrada para el observatorio era por el otro lado, sobre la avenida Jackson. Así pues, salí y me hizo gracia que tuvieran una cadena para indicar el camino, asimismo, unos pintorescos y coloridos letreros me pedían “seguir la luz” para saber cuándo dar vuelta a la izquierda para entrar al edificio. No hubo “luz”, pero sí un pequeño grupo de gente que iba entrando en aquel preciso momento y que, sin quererlo, me señalaron el “momento oportuno” para dar vuelta. 


 Entré, una mujer con pinta de latina, de mediana edad, cabello y ojos negros, un acento curioso y manos gráciles nos dio la bienvenida. Compré mi boleto y me dispuse a entrar, como en cualquier espectáculo común y corriente. Ah, pero no contaba con la sincronizada organización de este santo sitio: nos tuvieron haciendo fila unos cinco minutos para pasar a la “segunda fase”: otra fila. Esta segunda hilera de incautos se hizo para ver una “película” sobre el edificio. Había un contador digital en la entrada diciéndonos cuánto faltaba para que comenzara el dicho corto. Sí, corto, porque en realidad no decía más que las personas que construyeron la torre, que ésta fue el edificio más alto del mundo, que tiene las torres más altas del mundo y muchas cosas emocionantes que confirmaron un poco el arraigado sentido de competencia que esta cultura atesora casi ferozmente. 


 Al terminar el corto, patrocinado por cierto por “History Channel”, nos encaminamos, finalmente, a los elevadores que nos remontarían 103 pisos hasta una altura de casi 1500 pies. Aquí fuimos recibidos por un agradable y sonriente afroamericano, quien nos pidió paciencia mientras los elevadores subían y bajaban, intentando darse abasto con el grupo de alrededor de 70 personas que estábamos esperando. Al cabo de un rato, el elevador se abrió y nos amontonamos lo mejor que pudimos. 


 Subir solamente fue una experiencia memorable. Como el despegue de un avión, o una pendiente muy inclinada en la carretera Cuacnopalan-Oaxaca. Los oídos resienten el efecto de la presión, pues el elevador va a una velocidad vertiginosa, Escuché a un solícito padre preguntar a su hijo cómo estaban sus oídos, el chico pareció no entender bien el enunciado y el padre, con un acento golpeado, le aclaró que era una pregunta y debía responder. Sí, la amabilidad no es algo que ese hombre tuviese como un don natural, precisamente. Una familia de hindúes, lo supongo por su aspecto y el sonido del lenguaje que hablaban, llamó también mi atención. El niño parecía algo emocionado, pero era un párvulo tímido, con orejas grandes y anteojos de tamaño considerable. La madre lo traía corto, quieto y junto a ella todo el tiempo, a pesar de los intentos de un tío, supongo, de animar al chico a zafarse y explorar. 


 Llegamos a la planta alta, muy alta, y nos dispersamos por entre los que ya observaban el paisaje de esta magnífica urbe. La vista es bella, formidable, memorable y de algún modo escalofriante. Por momentos, el piso se movía y parecía que nos caeríamos de pronto. ¡Paf! Pero no, no nos caímos, ni nada parecido. Al ir recorriendo los cuatro puntos cardinales, el lago Michigan, con un azul estupendo debido al buen tiempo (cielo claro y sol brillando) que teníamos esa tarde, me recordó el sitio de dónde venía, hacia dónde iba a terminar yendo después de este fin de semana. Sonreí ante la idea de haber buscado alguna beca en esta bella y trepidante ciudad; también disfruté de modo especial saber un poco lo que la exposición decía sobre la ciudad y algunos personajes importantes. También supe dos o tres cosas nuevas. 


 Lo que se llevó la tarde fue el ocaso. Un enorme disco anaranjado comandaba los cielos de Chicago y hacía brillar a la ciudad, lenta y acompasadamente se fue despidiendo en el horizonte mientras la luna, ya alta para esos momentos, saludaba y anunciaba la noche. Todos los paseantes se esforzaban por obtener la mejor toma, algunos incluso pedían al astro rey como fondo de una foto del recuerdo. “Pero que salga el sol”, escuché en un español bastante chillón y cacofónico. (Un fresa, pijo, anenado) Sonreí y agité la cabeza por tener tres palabras para definir esa raza humanoide que se cree dueña del mundo sin haber trabajado un cacho por hacerlo mejor siquiera. En fin, yo también me animé a tomarle una foto al moribundo Apolo, pero descubrí con horror que mi batería había muerto. Saqué las pilas, las agité un poco y gracias a la maña mexicana, un poco de suerte y un poco de fe la cámara encendió de nuevo para regalarme cinco valiosos minutos y después, heroicamente, morir para nunca más volver. (con esas pilas)


 Ante la imposibilidad de tomar más fotografías, me di dos vueltas más por el mirador, observando más las poses y desfiguros de algunos que la ciudad. Me hice a un lado para que la vista fuera más completa en una fotografía de una chica que me agradeció en un inglés de “Harmon Hall” y me animé a decirle “de nada”, viendo su cara de sorpresa. Un par de italianos se tomaban fotos entre ellos, parecía que estaban de luna de miel o algo así. Uno se parecía a Nek, el otro a Ramazzoti. Una familia de chinos se maravillaba de descubrir las avanzadas funciones de una cámara que, paradójicamente, había sido hecha en su país. Dos o tres románticos que miraban la luna como añorando, buscando regresar el tiempo bajo un mágico conjuro que les devolviera felicidades perdidas, amores lejanos, o simplemente les hiciera repetir aquello que tan profunda huella dejó en sus corazones. Cuando reparé en por tercera vez en una tipa que veía la luna, supe que era momento de irme o terminaría en la misma contemplación.


 Salí de la Torre, crucé la calle y traté de entrar a una farmacia, pero estaba cerrada y tuve que caminar un poco mas para hallar una abierta. Mi mochila pesaba demasiado para mis ahora cansados hombros y decidí sentarme frente a la torre por un momento. Abrí uno de los compartimentos y saqué el mapa que Víctor me había dado por la mañana. Quería ir a ver el río, tomar alguna foto. No tenía batería, así que decidí que lo mejor era buscar una. Oscureció mientras estaba en la farmacia comprando un paquete de alcalinas. Olvidé el cargador, no sé donde dejé mi otro par de pilas recargables… bueno, el caso es que me tuve que comprar unas nuevas y desechables. La idea no me gustó para nada. 


 Era de noche cuando dejé la farmacia. Cambié la batería, comencé a tomar fotografías y caminé feliz hacia el Instituto de Artes de Chicago. Estaba cerrado cuando llegué, pero logré buenas tomas de la luna, las luces de la ciudad y alguna que otra cosa por el estilo. 


 Volví al río. Filmé un minuto desde el puente. Lamentablemente, mi cara no se nota y mi voz es apenas audible, pero en fin, fue emocionante sentir las vibraciones y los tumbos que da el puente cuando pasa un autobús de transporte público. Estaba de espaldas, tratando de estabilizar la cámara para tomar una foto, cuando las vibraciones me dejaron con un hueco en el estómago. Me pasó por la cabeza que la cámara podía caerse al río. Me puse muy nervioso y preferí seguir mi ruta. Tenía sed, así que me senté cerca del “City Hall” para planear algo de prisa.


 Mi intención era llegar al “Emerald Pub” y vivir una experiencia cercana al espíritu de San Patricio, aún en el aire y el tenue verdor del río. Sin embargo, mientras caminaba me hallé con un anuncio luminoso anunciando al “Cardozo’s Pub”. Me decidí a entrar, me pedí una Guinness. En la televisión estaba “American Idol”. Aquello era totalmente distinto a lo que imaginé, pero aproveché para descansar un poco, relajarme, disfrutar el único sabor de mi cerveza y recargar energías para continuar la jornada.


 Ya sin sed, algo descansado y con ánimos renovados busqué la calle “Clinton”. Seguí la calle hasta la estación de metro. Entré, deslicé la tarjeta que me dio Víctor pero no funcionó. La persona de guardia me dijo que tenía que comprar un nuevo boleto, o algo así, que había unas máquinas. Curiosos los dispositivos que despachan las entradas. Uno mete la tarjeta, luego pone el dinero, pulsa un botón y listo. Para quien no está familiarizado con el proceso, puede resultar un dolor de cabeza. Lo fue para mí. La vigilante tuvo que venir en mi ayuda. Pasada la vergüenza, entré al sistema.


 No es tan claro como el metro de la ciudad de México. Era tarde, según comprendí, o tal vez sólo sea que la estación es poco frecuentada. Al bajar las escaleras me sentí más intimidado y temeroso que en todas las veces que tuve que cruzar la correspondencia Observatorio Universidad. 


En 2003-4 estuve viviendo un tiempo en la ciudad de México. En varias ocasiones, regresaba a casa después de las 12 de la noche. Tenía que transbordar de trenes en una estación determinada cuyo nombre escapa a mi memoria. Existe un corredor de más o menos un kilómetro que llamamos “El túnel de la ciencia” y representa la bóveda celeste con las constelaciones y todo. El único detalle es que para que tenga efecto, debe estar oscuro. No importa la hora del día, ese túnel está sólo iluminado por las estrellas artificiales y una que otra lámpara que ayuda muy poco. En dos ocasiones me quisieron asaltar mientras caminaba, en ambas veces no tenía ni un centavo en la bolsa, así que me dejaron en paz para buscar a alguien más. Tuve mucha suerte. Cuando pasó no tuve miedo, era algo hasta cierto punto “natural” en el medio donde vivía. 

En otra ocasión, volviendo de una parroquia donde hacía mi pastoral. Iba caminando sobre la avenida Insurgentes Sur, a la altura del restaurante Arroyo, cuando vi venir corriendo a dos tipos hacia mí. Me detuve, frío como una piedra, inmóvil. Comenzaron a reírse y pasaron a mi lado. Era sólo una broma de mal gusto. Fuera de la sorpresa inicial, acabé riendo. 


Después de pasar por las escaleras solitarias, llegué al andén. ¿Cómo saber qué tren tomar? Bien, como dije antes, no es tan claro como en el DF donde los anuncios abundan, pero pude leer un pequeño letrero que decía “O’Hare” y fue suficiente. El tren también llevaba la leyenda al frente. Sentado en el metro, pensé que recordaría mucho, añoraría los meses que pasé en el DF y las historias que he vivido ahí; no obstante, estaba cansado: sólo cerré mis ojos y dormité en el trayecto.


 Totalmente molido, hambriento, desorientado y somnoliento llegué al aeropuerto. No pude hallar un sitio donde sentarme a comer, no hay más que esperar a que abran mañana las taquillas, pedir mi boleto y entrar a la zona de abordaje, donde los establecimientos están. Por fortuna, mi Ángel no me deja y encontré un pequeño estanquillo de “Starbucks”. Otra mujer de habla hispana me atendió. Compré un bocadillo de jamón, una pequeña botella de café preparado y un yogur de fresa. El chiste me salió en 13 dólares y pico. La cena más cara, fría e incompleta que he tenido en mucho tiempo. (sobre todo por lo de cara) Chicago puede ser muy bello, pero también tiene sus precios. 


 Aquí estoy, pues, en el Aeropuerto, atascado según el plan, listo para dormir si es que me dejan, de otro modo deambularé arremedando un poco a Tom Hanks y su personaje en la película “The Terminal”. Todo este recuento me ha tomado una hora escribirlo. Hacía mucho que no escribía tanto rato sin sentirme cansado ni presionado en modo alguno. Se siente bien. Me gusta, de hecho. Son cerca de la una de la mañana.


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