sábado, 5 de abril de 2008
Presentación
Viajando XII
Movimiento 12
Del aeropuerto a la estación de autobuses
Una vez despierto, me puse a buscar cómo llegar a la estación de autobuses. No tuve que ir muy lejos, en realidad el mail de Heather fue de mucha utilidad y sólo necesité encontrar la estación de metro más cercana a la terminal de autobuses. Volveré a Clinton, en el centro de Chicago. Si en algún momento dado me faltara lana, pues pasaré la tarjeta, pero espero que me alcance para comprar mi boleto de autobús.
El vagón comienza su viaje hacia el centro de la ciudad. Es curioso, es como estar en Universidad yendo para Copilco, aunque, claro está, no me sentiría tan seguro de tener mi computadora prendida en el vagón allá. Además, el vagoncito me habla en inglés, y la gente no me mira, cada quien va aislado en su propio pensar, un mundo de burbujas es lo que se vive aquí.
De tener dinero, me quedaría en Chicago por el día de hoy y pasearía, pero no tengo ni un clavo, apuradamente creo tener para el boleto de regreso. En caso de que haya un buen espacio de tiempo entre mi compra y mi salida, tal vez vaya a darme una vuelta otra vez por el centro, pero estoy algo cansado para eso. Eso sí, llamaré a Heather en el CIP para darle a conocer los pormenores de la aventura de ayer. ¡Qué barbaridad! También veré si puedo hablarle a Víctor de una vez, para que no esté pensando; si no puedo, pues le hablo en cuanto llegue a Kalamazoo. Estamos dejando el aeropuerto y el alba acaba de romper ¡Qué emoción!
El viaje duró más que la vez anterior, así que acabé en la estación Clinton cuando el sol alumbraba el río Chicago. De cualquier modo lo disfruté bastante, oyendo música y mirando gente, pendiente de la elevación del sol lo más posible. Luego llegó una señora y se sentó a mi lado. Tenía un olor a cigarrillo, más bien a colilla de cigarro, no fue una experiencia agradable. Me puse a pensar que no he fumado en un buen rato, no es que me sintiera orgulloso de ello, pues sé que el tabaquismo es un vicio terrible que vuelve de vez en vez, pero me sentí satisfecho de saber que no estoy desesperado por un tabaco. Es más, me pareció tan repugnante el olor de la señora que estuve a punto de pararme y cambiar de sitio. No lo hice, al final estaba cansado, y esta persona se bajó dos estaciones después. El olor duró otra estación, de todas formas.
Salí de la estación y un amable anuncio me dirigió a mi destino. Camine una cuadra al sur y otra al oeste. Y así fue, llegué al sitio deseado, pedí mi boleto y hablé con Heather para comunicarle a qué hora podría llegar a la escuela. El sitio se parece un poco a la terminal de autobuses de Oaxaca antes de su más reciente remodelación. Un pequeño espacio reservado para la taquilla, dos hileras de andenes, una frente a la otra, con doce andenes cada una, Algunas filas de asientos de metal, rústicos pero funcionales; no podría decir que son cómodos. Un pequeño estanquillo de comida que vende hamburguesas y otras cosas. ¡Cómo me gustaría una torta de milanesa ahora mismo! Y nada más.
Mi categoría de estudiante me concedió un descuento, no sé exactamente de cuánto pero acabé pagando 21 dólares por el boleto. El trámite fue rápido y sencillo, después de esperar unos cinco minutos a que un par de negritos se registraran con todo y maletas. Una vez con mi boleto en la mano, hablé al CIP y una muy querida voz me contestó. “Where have you been?” (¿Dónde has estado?) Le dije que había pasado la noche en el aeropuerto y que mi camión salía a las 10 más o menos, hora de Chicago, para ir llegando a Kalamazoo a las dos de la tarde. Como se me terminaba el crédito para la llamada, le dije que le contaría con más calma en cuanto llegara y me despedí.
Ahora estoy terminando mi relato y después intentaré explorar un poco más el centro y tomar las últimas fotos de Chicago, una ciudad que me gusta cada vez más, será porque hay tanto español flotando en el aire.
Viajando XI
Movimiento 11
Otra noche en el O’Hare
Hoy no habrá mucho que contar. No tendré mucho problema en quedarme aquí, espero. La gente ha ido disminuyendo poco a poco, en este momento estoy escribiendo el final de mi diario (por hoy) y cargando mi computadora. Lamento un poco mi falta de previsión que me dejará sin cenar. Le pedí prestado a mi primo para el pasaje de mañana, pero como no sé cuánto dinero vaya a costar, pues estoy maniatado en cierta forma. Ahora ya es tarde, de cualquier forma, todos los negocios de comida están cerrados. Será hasta mañana, pero ya fuera del aeropuerto, que coma algo. Pienso salir temprano de aquí, como a las 7 u 8 de la mañana, para buscar la dichosa estación de autobuses.
En este aeropuerto, el español y el chino abundan. Un ciclo permanente de avisos sobre la seguridad del aeropuerto rompe el monótono ruido de las caminadoras y los carritos de limpieza. Después de las doce, todo cambia. Tanto arriba como abajo, el sitio parece muy tranquilo, unos pocos pasajeros perdidos se pasean por los pasillos como espíritus en el pueblo de Pedro Páramo. Yo entre ellos, aunque no pasajero en el sentido estricto de la palabra, más bien un avenido que decidió que no tenía dinero para pasar la noche y se quedó aquí.
Mi corta exploración me llevó al otro lado, el ala “C”, que tiene asientos más cómodos para recostarse un poco antes de seguir mañana con la aventura. Ya me encontré el sitio ideal, una hilera de tres asientos en la sala C20, justo detrás de mí. Ya es miércoles, al menos en Michigan… mi reloj acaba de sonar. Cerraré la máquina y la dejaré cargar. Luego descargaré las fotos que me faltaron.
Viajando X
Movimiento 10
Vuelta al Aeropuerto y un avión retrasado.
El avión salía a las 3:31 de Minneapolis para llegar a las 4:59 a Chicago. El tren salía una hora más tarde, a las 6:00, para llegar a las 10 más o menos a Kalamazoo. Ése era el plan, tomar el vuelo, correr en el tren de Chicago para alcanzar mi vagón en la estación de ferrocarril. Pero nada salió precisamente según este plan.
Mi taxi, un Lincoln negro, me dejó en la entrada del aeropuerto a tiempo. Imprimí mi boleto y pasé a la sala de espera. Mi primera desilusión vino cuando anunciaron mi vuelo como retrasado. Saldríamos a las 3:50 de la tarde. Veinte minutos que casi hacían imposible la proeza que estábamos buscando lograr. Mientras estaba trabajando en estas líneas, reconstruyendo mi fin de semana pues durante el mismo no tuve tiempo de llevar un diario puntual, una voz amable soltó por el altoparlante un “five o five” que toda la audiencia recibió con señales de resignación, algunos hasta de desesperanza. Yo, sentado con mi ordenador en el regazo, seguí escribiendo, sabiendo que pasaría la noche en el aeropuerto y a la mañana siguiente trataría de hallar un autobús para Kalamazoo. ¡Qué bueno que esto no pasó en el último día de vacaciones! El Señor sabe como hace sus cosas, me dije, y terminé el párrafo. Cerré la computadora y esperé una hora más: qué más daba ya.
Anunciaron nuestro vuelo, agradecieron nuestra paciencia y comenzamos el abordaje. Ni bien me senté en mi lugar, cerré los ojos y me dormí. Despegamos, escuché algunas canciones en mi iPod y seguí con los ojos cerrados. Pedí un jugo de manzana, pero entendieron mal y me dieron uno de naranja. No me importó lo suficiente como para reclamar y lo dejé así. Aterrizamos en Chicago a las 7 hora local, después de que el vuelo hiciera lo posible por recuperar el tiempo de retraso, sin mucha diferencia realmente. Me alisté para explorar.
Minneapolis, un cachito de mi corazón
Minneapolis
O un cachito de México, de Oaxaca; vuelta a Miahuatlán.
Al día siguiente de mi llegada, nos levantamos bastante tarde. Nos pusimos a ver una película que habíamos dejado para el día siguiente: “no country for old men”, la primera parte, pues la clase de batería nos interrumpió. No entendí la película, ni el significado del título, ni siquiera comprendí la mecánica de la trama (o sea porqué los eventos sucedieron de tal forma) y me dejó un extraño sabor de boca, como cuando uno sabe que tiene que entender una historia porque ganó algunos premios, pero simplemente no es capaz de captar la esencia que yace detrás de los aparentes sin sentidos que leemos en la superficie.
A las cuatro quince salimos para la casa donde Víctor (hijo) toma clases de batería. Estaba muy emocionado por ver a mi sobrino darle a la bataca, pero llegamos tarde y el profesor ya no estaba en su casa. Me quedé con las ganas de oírlo, y él de mostrarme sus dotes de “Ringo Star”. Volvimos, una fina pero pertinaz nevada caía sobre nuestras cabezas y los campos lucían un albor ahora ya conocido para mí. Tomé algunas cortas secuencias que después armaré en algo mayor. Teníamos algo de hambre, así que comenzamos a deliberar dónde deberíamos comer. Alguien quería hamburguesas, pero los padres objetaron que yo comía eso todos los días; lo que, de cierto modo, es verdad, Por tanto, pensamos en comer algo mexicano. Al final, entramos en un sitio que vendía BBQ y pedimos el “American Feast.”
Volvimos a la casa, terminamos de ver la película y todavía tuve ganas de comer un poco más. ¡Me dio hambre! No como la mera necesidad de comer algo, que por ley natural he sentido aquí; sino más bien, el deseo de sentarme a la mesa con personas queridas, el gusto de poder conversar bajo las alas de una misma cultura y, más o menos, una misma generación.
Después de una charla “de adultos” (sobre temas apasionadamente aburridos) nos fuimos a dormir. Soñé cosas raras esa noche, sé que me desperté dos o tres veces, pero no recuerdo qué soñé. En fin, ya me acordaré si tengo que hacerlo.
El sábado fue bastante tranquilo. Una larga y divertida visita al Mall of America. El auto de Víctor había tenido algunos problemas con su bomba de agua y derramó el anticongelante, se calentó enormemente y hasta humo echó. Me sentí un poco como en los tiempos en que los automóviles eran tan inestables que había que tener cuidado con ellos. De hecho, tomé una fotografía del auto con todo el humo.
Entramos a la plaza comercial y, aunque ya la había recorrido más o menos el día que llegué, me dio gusto hacerlo con quien sabía donde estaba cada tienda, o por lo menos, una mayor idea que la mía. Después de dar algunas vueltas, ver aquí y allá, buscar nada en especial y dar gracias mil veces a los atentos vendedores de piso que buscaban engrosar sus comisiones, nos subimos. Mientras exploraba la tienda de “Love from the US”, mi primo “me disparó” una sudadera de Minnesota y yo compré un juego de cartas para los García. Al final, habría que volver porque no le quitaron el seguro a mi sudadera.
La última parada fue en una tienda de música y películas. Había ofertas y una cabina donde uno podía mezclar su propio disco. Estos muchachos y las preocupaciones por el derecho de autor. Había también una esquina con las carátulas de los vídeos cubiertas discretamente por un cartón blanco. Me acerqué y vine a descubrir la sección pornográfica de la tienda. Muy interesante: encima de hacer el oso quitándole los cartones a las películas, todavía eres estigmatizado a una esquina de la tienda (donde todos pueden ver que estás ahí) si estás interesado en un producto de ese tipo. La sección ocupaba más espacio que la de suspenso y documentales juntas, en fin.
Cuando volvimos a casa, nos esperaba la promesa de un poco de arroz y mojarras. ¡Mojarras!
La primera vez que probé la mojarra no la sé, pero sé que ese pez en particular trae dos recuerdos muy bellos a mi mente. Uno, cuando fui con mi familia a Veracruz gracias a la invitación de una amiga de la familia. Mi padre, mi madre, mi hermana y yo nos hartamos de comer mariscos. Solemos decir que fue el primer viaje de Lendy, mi sobrina, porque mi hermana estaba embarazada en esas fechas. Recuerdo a mi madre, sentada frente a mí apartando con cuidado las espinas de mi mojarra frita para que yo comiera. Mi padre se había pedido algo diferente y dijo algo como “fíjate lo que hace tu mami para que aprendas.” Yo tendría como unos nueve años a lo sumo. El otro recuerdo se remonta a cuando tenía unos cuatro años y me sentaba a escuchar “la vida de Jesús” frente a la consola de mis padres. Mi hermana ponía el disco y me quedaba oyendo atento, hasta que fui capaz de seguir cada frase casi de memoria. Me imaginaba cómo sería comer un pez con Jesús, y si él se habría espinado alguna vez. Mente infantil, me preocupaba que se hubiera lastimado.
Comimos, pues, mojarras con arroz, una guarnición de lechuga y tomate, un poco de mayonesa y pan blanco. Al terminar, Víctor limpió la mesa al más puro estilo de Doña Ramona, mi abuelita. Con el dorso de la mano, empujó las migajas hasta formar un montón, sonrió, volteó a verme y me dijo, “¿Te acuerdas?” “¿De qué?”, le contesté. “Así lo hacía la abuelita” “¡Es verdad!”, dije sonriendo igualmente y con un aire de nostalgia en nuestros ojos. Soledad nos miró con intriga y Víctor le explicó que era costumbre de la abuelita limpiar así su mesa mientras seguía la conversación de sobremesa.
Ahí comenzó una retahíla de recuerdos: la olla de café, la novela de las cinco, su “después de la novela”, el pan, el olor de su cocina, en fin. Un mundo que ya no volveremos a ver, mil historias que quedarán para recordarlas, pero no podremos revivir simplemente porque la casa de la abuelita ha cambiado dramáticamente y lo que nosotros conocimos de niños ya no está. La casa de adobe que albergó a dos o tres generaciones ha dado lugar a un diseño más moderno, Chava comenzará una nueva historia.
Salimos una última vez aquella noche para devolver la película y rentar otra. Vimos la película “Emporium of Mr algo” Buena película, me dejó un mensaje sobre la importancia de confiar en la magia que existe en las mínimas cosas, lo cual da pie a cosas extraordinarias. Víctor (hijo) eligió la película y fue muy curioso vernos a todos juntos, sentados en la alfombra, viendo la película, un poco muertos de sueño, pero contentos.
El domingo era Pascua, mi primo y su esposa tenían deberes que cumplir y fuimos a su congregación para el servicio de una. Yo me quedé abajo con Salvador. Preferí quedarme abajo porque no me siento tan a gusto con las formas de alabar al Señor que ellos utilizan. Simplemente me distraen mucho. Bajé unas escaleras y me puse a jugar con Víctor y Salvador por un rato. Iba a subir al servicio, pero éste comenzó y no quise subir y llegar “tarde”. Después de un rato, Soledad bajó y me dijo que fuera arriba, pero yo ya estaba con Salvador y él no quiso que me fuera. (Me torció el brazo, ja, ja) Al final, subí porque tenía que filmar algo. Los niños de la escuela dominical hicieron una representación del pasaje de la resurrección según San Juan, me parece, uno de los relatos del epílogo. El caso es que filmé a los chicos haciendo eso, me recordaron mis tiempos en Tlalcoligia y el adviento en Celaya.
En mi tercer año de seminario, era común preparar una representación que tomaba el lugar de la homilía, seguida en ocasiones por un mensaje de tres a cinco minutos por el celebrante. Esto trataba de acercar el mensaje del evangelio del día a las personas de la comunidad. Después de un tiempo, ya no se daba homilía en la misa de niños, ni en la de jóvenes: todo era una representación. Yo participé organizando una con los chicos de Getsemaní en su momento, eran muy esmerados.
En Celaya, sabedor de la costumbre que se estaba implementando en Tlalcoligia por los hermanos Juniores, propuse que hiciéramos lo mismo para la misa de niños. El padre maestro lo aprobó y comenzamos una serie de cinco representaciones que comenzaron el Primer Domingo de Adviento y terminarían en Navidad. El problema fue que no supe cómo hacer las historias y el P. Luis canceló el proyecto.
Al salir de la iglesia, nos dirigimos a la casa. Rentamos American Ganster y después de comer la vimos. A mi primo le gustó mucho. Soledad hizo una pregunta muy interesante: ¿Qué pasó con Lucas después de la película? O sea, ¿Volvió a ser un criminal, o se puso a vender salchi-papas y cervezas en la Quinta avenida? No lo sé, pero en cuanto pueda lo investigaré. Ja. Una película así, con tantas vueltas, con tantos giros inesperados y el final tan impredecible me gusta. Cuando íbamos a dormirnos, Sol descubrió que la sudadera que compramos en la plaza comercial aún tenía el seguro antirrobo. Teníamos que ir a cambiarla al día siguiente.
Víctor (padre) decidió que no iría a trabajar al día siguiente. Yo le comenté que me había gustado una cámara que vi en el Mall of America, pero que quería comparar y ver otros lugares; me ofreció ir a otras dos tiendas. Antes de irnos cumplimos con un rito que, sin querer, fue como tener a Miahuatlán a la mitad de Minneapolis: nos desayunamos un café y un pan.
En todas nuestras casas siempre ha habido una olla de café. El café forma parte básica de nuestra alimentación diaria, lo tomamos caliente o frío, sólo o acompañado, los bebés se “destetan” con café y los viejos recuerdan buenos tiempos al calor de “una tacita”. Mi abuela siempre tenía café, no dejaba que sus nietos se fueran con el estómago vacío: “Cuando menos un café y un pan” antes de irnos. Sobre todo Víctor y Chava, que estuvieron a su cuidado tanto tiempo. En mi casa, de igual modo, antes de salir de casa era común que mi madre nos pidiera, al menos, tomarnos una taza de café y un pan dulce; a la hora de la merienda, nos sentábamos a la mesa para platicar de los eventos del día y “tomar café”. De hecho, ése era el grito en cualquiera de las casas: “A tomar café” o “ya está el café”.
Salimos y vimos algunas cámaras en la misma tienda donde me hice de un refrigerador, pero no vi algo que me convenciera realmente. Fuimos entonces a “Circuit City”, allí vi la cámara que quería: una Kodak, con las características que estaba buscando y un precio que me sorprendió. Una buena definición, funciones extra, batería de litio, corto tiempo para encender o capturar, algo de ligereza (no tanto como yo habría querido) y un precio de rebaja. Cuando llamé al vendedor, me dijo que no tenía más cámaras en existencia, ninguna aparte de la que estaba en exhibición, que si la quería tomar. Obviamente le dije que sí, yo no tengo empacho para eso. Así fue, y como me vendieron ésa cámara, rebajaron 20 dólares del precio ya rebajado. No digo que haya sido una ganga, pero sí me salió cómoda, tomando en cuenta lo que pude haber pagado por una similar.
Contento con mi cámara sólo faltaba ir a cambiar la sudadera. Pero Víctor (padre) tenía clases de guitarra y reflexión bíblica en la tarde. Ya era algo tarde y, además, yo quería ir a ver el cetro de Minneapolis. Así pues, convinimos que yo iría solo y les avisaría cuando terminara mis diligencias para que me pasaran a recoger.
Antes de aventurarme en el centro de Minneapolis, los invité a “La Hacienda”, un restaurante de comida mexicana que está en una calle dominada por hispanos. Incluso, un tramo de la calle se llama “César Chávez” en honor de un activista y luchador por los derechos de los hispanos en este país. Hay de todo en esta calle, desde tiendas de ropa hasta un local donde preparan “eventos religiosos”, es decir, bodas, quince años, primeras comuniones, etc. La música, los olores, las fachadas eran totalmente diferentes al resto de la ciudad.
Después de darme gusto con un alambre al pastor, que pudo recordarme algo, pero no lo hizo; me aventuré a tomar el tren ligero en la estación que estaba justo arriba de donde mi primo me había dejado. Llegué al centro en poco tiempo, pero hacía bastante más frío del que pensé, la tarde iba cayendo y la temperatura bajaba. Un viento del oeste empeoraba todo, pues hacía más palpable el frío, lo intensificaba. Al salir del tren, llegué a las torres de la Quinta, comencé a vagabundear. Me pareció que, sin un guía, ni un mapa, ni nada, no había sitios de interés para mí. Estaba caminando por dentro de las torres y no veía el centro en sí, sino el interminable desfile de tiendas en el centro de Minneapolis.
Sólo hubo algo que llamó poderosamente mi atención y me gustó mucho: las estructuras que se construyeron entre varias torres para comunicarlas sin salir a la calle. Pasar de un edificio a otro era muy sencillo, miles de personas deben pasar por esos pasillos, llamados “skyways” para ir a trabajar, o pasear, o comprar. Tomé algunas fotografías desde esos puntos, pero es lamentable que no sepa a qué exactamente le estaba apuntando con mi cámara.
Viendo que no había más que ver, me subí de nuevo al tren y llegué a la plaza comercial para quitarle el seguro a mi sudadera. No hubo problema alguno. Salí de la tienda, abordé un autobús y llegué al otro centro comercial donde mi primo me recogería. Lo recorrí más o menos completamente. Entré a la tienda de Apple y vi algunos aparatejos, tampoco me llamó mucho la atención, después de todo, la tienda es modesta, sencilla y no hay más productos que los de la compañía con algunos pocos de terceras partes. Vi que estaban exhibiendo 10000 BC, recordé que Oscar me la había recomendado y me decidí a entrar cuando me dijeron que el boleto costaba seis dólares.
La película es un churro vil y despiadado, pero entretiene. Me gustó la idea de que la profecía tan esperada tuviera que ver con la constelación de Orión. Hablaban de la “marca del cazador”, y tal vez haya sido el único en la sala que haya entendido el verdadero significado de aquellas palabras. También me satisfizo el argumento de la conexión entre las dos mujeres espirituales de la tribu, como una le da vida a la otra, como “la madre” vela por los peregrinos. Es una idea muy básica, pero también bastante arraigada entre mi cultura: una madre nos cuidará siempre. La idea de fragilidad en un líder también es rescatable. En suma, es una película que vale la pena ser vista una tarde de domingo sin algo más importante que hacer y con ganas de comer palomitas. Hay que mencionar, finalmente, que mi refresco sabía raro y mis palomitas no tenían salsa, lo que les quitó mucha magia.
Al salir, hablé a casa de Víctor. Me contestó Sol y me dijo que él ya había ido a la plaza pero no me había visto. Esperé otros quince minutos y llegó por mí. (de nuevo) Me disculpé por no haber avisado, me dijo que no había problema. Llegamos a la casa y cené un bocadillo. Descargamos unos programas en la compu, le pasé unas fotografías y quedaron pendientes un par de canciones. Me puse a empacar mis cosas. Los niños tenían un aire sombrío por mi partida. Son muy nobles y “se dan a querer” mucho. Quedó la promesa y proyecto de volver en verano.
Me fui a dormir. Cerré los ojos y soñé con tardes de café en la cocina de mi abuela.
Viajando IX
Movimiento 9
Finale presto e dramatico con allegretto andante
Resulta que Víctor y Sol me estaban esperando en la terminal de los autobuses y trenes que está frente a la plaza comercial. Lógicamente no nos encontramos, pues yo lo esperaba en el “mall”. Miraba a las personas pasar y ninguna de ellas era Víctor. ¿Será que había cambiado mucho? ¿No me reconoció? ¿Y si se le olvidó? Me desesperé y decidí encontrar un teléfono. Entonces fue que los hallé, bueno, Sol me halló.
Es verdad algo que Chava le dijo a Víctor en alguna ocasión, y que salió a colación al comentar los hechos con mi primo, hemos cambiado mucho. Yo soy muy distinto al chico de quince años que asistió a la boda sin ubicar realmente quién era la novia, sabiendo parcamente que se llamaba Soledad. Él no es el muchacho alegre de la fiesta que siempre me pareció indómito, temerario. Hemos cambiado, en mayor grado ha sido para bien, y eso me hace feliz. Él es más maduro, con ambiciones para sus hijos, para su esposa. Se ve que se quieren mucho y existe una buena relación.
Mis sobrinos son los unos verdaderos campeones. Risueños, inquietos, curiosos, audaces y dinámicos. Víctor, el mayor, el más serio de los dos, el más dependiente de sus padres también; me dijo: “Parece que te gusta mucho la familia que tenemos aquí, eh” Para un chico de seis años, esto me dejó “de a seis” y sinceramente tiene razón. Estoy maravillado y agradecido por la oportunidad de vivir esta experiencia. En la calle hay un bodoque inquieto que pone en aprietos a sus padres. Pequeño, de cuatro años, temerario y más independiente de lo que debiera -en ocasiones- se llama Salvador
Ahora estoy muy casado como para seguir con la crónica.
Viajando VIII
Movimiento 8
De Saint Paul al Mall
Justo al bajarme del avión no tenía idea de cómo salir del aeropuerto. Vamos, ni siquiera sabía dónde me encontraba. Caminé siguiendo un grupo de gente y esperando que fuera la dirección indicada. Lo fue. Me hallé frente a un mapa de gran tamaño, compartiendo la vista con una niña de seis años y medio, cabello rubio y ojos agudos (casi tan agudos como sus pensamientos) que me preguntó sin más, con esa naturalidad infantil que la consagra, a dónde iba, qué estaba buscando. Le dije que necesitaba hallar la estación de metro, tren o algo así porque tenía que llegar a un Mall muy grande para verme con mi primo. La madre de la niña, una profesora de física en la Universidad de Minessota, corpulenta y muy amable, intervino en la conversación y se ofreció a llevarme. Había sinceridad en sus ojos y acepté, después de todo, un pequeño ahorro en el pasaje bien valía el riesgo.
Recogimos su equipaje, nos reunimos con su esposo, un hombre amable también, simpático y un tanto despistado (tal vez) que da clases en una escuela privada en Wisconsin; y nos dispusimos a rodar hacia la plaza comercial. En el camino iban conversando de política, Poco a poco las elecciones están levantando pasiones y veremos quién gana. Los demócratas parecen tener una ventaja, pero el argumento de la pareja era que, al pelearse entre ellos, debilitan mucho al partido. Ya se verá. Por lo pronto, llegamos al sitio, nos despedimos y les agradecí infinitamente el favor. Tenía tiempo de sobra, por lo que decidí dar un paseo por el lugar.
No logré conocerlo todo, pero ya estoy agotado. El sitio me recuerda a Perisur, por supuesto que no hay comparación, pero es lo que surge en mi mente al estar aquí. No hay mucho que contar, no estoy tan inclinado al arte de comprar y gozar en un sitio como éstos. Vi una buena oferta de una tarjeta para mi cámara y la compré. También vi una cámara que me gustó, pero pienso platicarlo primero con mi madre, además, le diré a mi primo que me aconseje sobre el sitio en que debo comprarla.
Hablando de Víctor… lo estoy esperando. Veremos si llega a las 3, según quedamos, o tengo que esperar un poco más. No me importa mucho esperar, mientras no exceda mi hambre Ahora tengo sueño… el cansancio parece vencerme de a poco. ¡Ya estoy aquí! Vic, ¿dónde estás?
Viajando VII
Movimiento 7
De Chicago a Minneapolis
Ya hemos despegado, dentro de poco estaremos en la ciudad que ha albergado a mi primo y su familia todos estos años. Algo dentro mío está dando tumbos, mis oídos se acostumbran poco a poco a la altura, y he grabado un pequeño vídeo de la vista desde mi ventana. Después de todo, me gusta eso de subirme a un avión y sentir el ligero bamboleo de la nave mientras cruzamos el cielo en algo que me parece un sueño.
Cuando cumplí once años y terminé sexto de primaria, hubo un concurso de éstos para ver quién “aprendió” más, de acuerdo con los injustos estándares educativos de la modernidad. Salí electo en mi escuela después de un examen, fui a concursar a nivel estatal y terminé ganándome un viaje a la capital del país. Esa fue la primera vez que volé. La enfermedad cardíaca de mis padres les impedía volar, así que un “vuelo familiar” estaba completamente fuera de los planes. Me recuerdo pequeño, con dientes enormes y gafas redondas y grandes, estaba brincando y gritando “Meksicote” (sic) y empujando a dos de mis “nuevos amigos”, otro par de muchitos listos para volar también.
Nos fuimos por Mexicana de Aviación, una empresa que pasaría a manos de Delta unos años después gracias a la influencia del TLC. El piloto nos felicitó por el altavoz y nos fue diciendo lo que se podía ver desde la ventanilla. Y ahí estábamos todos, babeando y corriendo de un lado a otro del avión para saber cómo lucían Teotihuacán, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl desde las alturas. El estadio azteca y el Olímpico Universitario, la cuna de Hugo Sánchez. Dimos una vuelta por el DF de aquél 1995 y descendimos. Las pocas fotos que pude tomar corrieron la mala fortuna de velarse. Pero la experiencia sigue viva en mi mente.
Tuvieron que pasar once años para que volviera a volar, para que me remontara a las nubes y, sólo por un momento, creyera que los milagros, que las historias con finales felices pueden existir. Saber que la vida es lo suficientemente buena como para ofrecernos nuevas perspectivas de las formas más peculiares, como estar sentado a miles de kilómetros de altura, escribiendo en mi computadora y bebiendo jugo de manzana. La vida nos presenta oportunidades inesperadas en los momentos más imprudentes.
Nos estamos acercando al aeropuerto St. Paul en Minneapolis. Bajo mis pies se extiende una capa blanca fraccionada en varios segmentos. Que alguien me diga que no es nieve… es nieve. La temperatura estará alrededor de 3 o 5 grados. El sol brilla, sin embargo, y eso me da muchas esperanzas. Puede hacer frío, pero ya aprendí que mientras haya sol, seré feliz. Son las 10:43 de la mañana, mi cita con mi primo es a las 3, así que tengo tiempo suficiente para llegar al “mall”. Estoy nervioso.
Viajando VI
Movimiento 6
Esperando el vuelo, o la paciencia de Job.
Ya he almorzado, me senté un rato, pero no me puedo estar quieto. Lo emocionante es que me estoy filmando mientras escribo… no sé si ponga todo esto en YouTube, pero sé que algo pondré, no serán reportes como la vez pasada, sino algo más raro… no sé todavía cómo lo voy a armar, pero ando tomando varios vídeos. Creo que estoy medio loquito por la desvelada.
Mi almuerzo consistió en unos huevos revueltos, un poco de tocino, dos rebanadas de pan y un vaso de café. El café estaba muy caliente, pero con un poco de tiempo se templó para poderse beber. En cuanto a lo demás, estaba bueno y/o me moría de hambre. Después de tan opíparo festín, me fui a ver qué películas venden aquí, supongo que se podrán conseguir más baratas en otro lado, pagar más de 25 dólares por “Across the Universe” no me parece justo.
La mañana ha roto y el sol brilla allá afuera, lo sé porque sus rayos se cuelan por el techo y los cristales del aeropuerto. Además, se refleja en el piso recién pulido y encerado, mientras todo el mundo dormía, excepto el conserje y su noctámbulo observador. A la luz del día las cosas lucen mejor, debo decir. Me empiezo a sentir un poco cansado y tengo necesidad de cama, o un masaje en la zona alta de mi espalda. Mis hombros se agotaron con el peso de la maleta toda la tarde y gran parte de la noche. Sólo queda seguir esperando, vigilar mis cosas, mirar a las personas que pasan, tratar de hacer un par de vídeos más y soñar que ya estoy en Minneapolis.
¿Más temprano? ¡Sí, más temprano! He ido con la señorita del mostrador, una morenita que me recuerda a Halley Berry, y me ha puesto en una lista de espera. Si corro con suerte podré irme antes de las once. Ya me harté de este aeropuerto y mis ojos se cierran solos. Me es difícil mantenerme alerta y despierto. Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa (esto salió solo, me quedé medio dormido)
¡Funcionó! ¡Benditos sean los dioses! ¡Suertudo! Ya está listo. Estoy sentado en el 15A, ventanilla, el sol me saluda sonriente e indulgente. Puedo ver mis dedos y el teclado reflejados en la pantalla y debo reconocer que interviene en mi mecánica tarea con las teclas. Ja, ja. Tenemos un vuelo lleno, la mujer del mostrador en la otra puerta me ha hecho más que feliz. Podré llegar con tiempo de anticipación a Minneapolis y así estaré a tiempo para mi cita con Vïctor. Además, me voy del aeropuerto que comenzaba a asfixiarme.
Anuncios, instrucciones, “don’t be the cork in the bottle” es una frase que acabo de aprender. Tiene sentido, ¿No? Hay una mujer con un bebé en brazos… tal vez sean mis vecinos, no, no son. Un mini monstruo pasa junto a mí, identifica su asiento y recibe la felicitació´n de su orgullosa madre. Poco a poco cada uno se va acomodando, Tengo calor, me quitaré la sudadera, quién lo diría, nada salió a la hora en que lo planeé y, sin embargo, todo va “viento en popa”. Ya legaron mis vecinos, son una pareja joven que huele a fresa artificial, como el yogur que me comí en la mañana. Me parece que tienen el acento que escucho mucho en la escuela, así que lo asociaré con el “Midwest US” por lo pronto, no soy experto en acentos, claro.
Debo apagar este aparato por normas de seguridad. Ahora comienza el siguiente movimiento.
Viajando V
Movimiento 5
En espera del amanecer
Después de unos momentos de suspicacia y desconfianza, cerré los ojos y me quedé dormido. Recostado en dos asientos lo suficientemente mullidos como para no matarme la espalda y lo suficientemente aislados como para que los pasajeros no me quitaran el sueño esperé el amanecer. A lo lejos escuchaba las voces de quienes pasaban a mi lado, no sé realmente cómo debí parecerles y tampoco es algo que me quitara el sueño. Simplemente estaba ahí, descansando después de un día agotador y lleno de emociones, procesando todo lo que podía. El amanecer no llegó.
Me levanté a las cuatro cuarenta y cinco. Tramité mi boleto en una máquina que tenía mi idioma en su menú, y que lo “hablaba” con perfecta fluidez, aunque sin mayor sonido que el bit común y corriente que confirmaba las pulsaciones de mi dedo índice sobre la pantalla. Recibí mi boleto contento, cansado, sí, pero contento. Me dispuse a abordar. Me regañaron los de seguridad por no poner el MacBook en una bandeja especial. No me importó, lo cambiamos y listo. Me retrasé aproximadamente cinco minutos, pero mi vuelo salía dentro de ocho horas, así que tampoco fue para tanto. La gente detrás de mí no me vio con desagrado, parece que despertar tan temprano los atolondró, o simplemente me perdonaron porque me habrían visto dormir en la banca de la sala de espera.
Ahora estoy en un puesto de energía eléctrica para computadoras. Tengo hambre, pero esperaré a que den las seis para ir por un almuerzo en un pequeño café que ya tengo visto. Me sacarán un Jackson de la cara, pero con el estómago no se juega. Ya no tengo sueño, eso me pone a la vez contento y preocupado: contento porque puedo explorar aquí dentro, preocupado porque una hora y media de sueño no es suficiente para mi salud. Ya dormiré en el avión y en Minneapolis.
Ya pasé la tan temida y paranoica revisión de estos nerviosos y quisquillosos estadounidenses. No hay más que esperar a que el tiempo nos dé un avión para volar, que las alas ya las tengo. En el intervalo, exploraré este sitio, ahora por dentro. Almorzaré y luego leeré alguna cosa, tal vez. No sé… después de todo, estoy de vacaciones.
Viajando IV
Movimiento 4
Dentro de O’Hare por la madrugada
He recorrido las terminales de este santo aeropuerto, bueno, las salas que hay antes de documentar el equipaje. Me dormí una media hora en la entrada del Hilton, pero no me acomodé en la alfombra y me tuve que levantar. Seguí caminando. Estoy agotado.
Me encontré a un puertorriqueño de edad madura, cabello coro y ligeramente cano, acento caribeño que se nota a dos leguas, ojos vivarachos y redondos, manos ásperas y poca paciencia. Nos subimos en el mismo transporte que iba de la terminal 2 a la 5. Bajamos en la misma terminal y nos separamos. Vagué un rato y cuando me cansé de andar, me volví a tomar el otro tren para mi terminal. Entonces lo vi, lidiando con las señales y tratando de entender dónde estaba el elevador, dónde bajar y como volver a la terminal 2. Hallamos el ascensor y abordamos el mismo vagón. Platicamos un poco, muy poco. A dónde íbamos, de dónde veníamos, de los procedimientos en el aeropuerto después de los atentados de hace siete años, de esto y lo otro. Nos despedimos en la terminal 3, yo bajé a seguir con mi vagabunda exploración y él se iba a casa con su esposa, una mujer que no dijo ni pío.
Después de un rato, me subí al tren que iba a la terminal 5. Llegué al estacionamiento público y transbordé para la terminal 2. Aquí estoy ahora. Son las tres y cuarenta. El sueño se me ha ido un poco, pero tengo hambre.
Viajando III
Movimiento 3
De Amtrak a O’Hare
Llegué a la estación de ferrocarril de Chicago con media hora de retraso, pero me importó poco realmente pues no tenía prisa alguna. Mi estado de relajación llegó a tal grado, que confundí la dirección y, en vez de ir al oeste para llegar a la Torre Sears, me dirigí al norte. Estaba perdido, pero unos ojos bonitos me dieron luces de hacia dónde irme. Caminé por el centro de Chicago preso de una euforia especial, no desbordante sino apenas rebosante, mis ojos lo devoraban todo a la luz del sol vespertino que decidió quedarse hasta el ocaso.
Una vez corregido el rumbo, observé con anonadamiento la altura del edificio y su bello trazo, contrastando con los demás edificios y recortando el cielo de Chicago, azul, sin una nube. Entré a la Torre y cortés, aunque tajante, una señorita me dijo que la entrada para el observatorio era por el otro lado, sobre la avenida Jackson. Así pues, salí y me hizo gracia que tuvieran una cadena para indicar el camino, asimismo, unos pintorescos y coloridos letreros me pedían “seguir la luz” para saber cuándo dar vuelta a la izquierda para entrar al edificio. No hubo “luz”, pero sí un pequeño grupo de gente que iba entrando en aquel preciso momento y que, sin quererlo, me señalaron el “momento oportuno” para dar vuelta.
Entré, una mujer con pinta de latina, de mediana edad, cabello y ojos negros, un acento curioso y manos gráciles nos dio la bienvenida. Compré mi boleto y me dispuse a entrar, como en cualquier espectáculo común y corriente. Ah, pero no contaba con la sincronizada organización de este santo sitio: nos tuvieron haciendo fila unos cinco minutos para pasar a la “segunda fase”: otra fila. Esta segunda hilera de incautos se hizo para ver una “película” sobre el edificio. Había un contador digital en la entrada diciéndonos cuánto faltaba para que comenzara el dicho corto. Sí, corto, porque en realidad no decía más que las personas que construyeron la torre, que ésta fue el edificio más alto del mundo, que tiene las torres más altas del mundo y muchas cosas emocionantes que confirmaron un poco el arraigado sentido de competencia que esta cultura atesora casi ferozmente.
Al terminar el corto, patrocinado por cierto por “History Channel”, nos encaminamos, finalmente, a los elevadores que nos remontarían 103 pisos hasta una altura de casi 1500 pies. Aquí fuimos recibidos por un agradable y sonriente afroamericano, quien nos pidió paciencia mientras los elevadores subían y bajaban, intentando darse abasto con el grupo de alrededor de 70 personas que estábamos esperando. Al cabo de un rato, el elevador se abrió y nos amontonamos lo mejor que pudimos.
Subir solamente fue una experiencia memorable. Como el despegue de un avión, o una pendiente muy inclinada en la carretera Cuacnopalan-Oaxaca. Los oídos resienten el efecto de la presión, pues el elevador va a una velocidad vertiginosa, Escuché a un solícito padre preguntar a su hijo cómo estaban sus oídos, el chico pareció no entender bien el enunciado y el padre, con un acento golpeado, le aclaró que era una pregunta y debía responder. Sí, la amabilidad no es algo que ese hombre tuviese como un don natural, precisamente. Una familia de hindúes, lo supongo por su aspecto y el sonido del lenguaje que hablaban, llamó también mi atención. El niño parecía algo emocionado, pero era un párvulo tímido, con orejas grandes y anteojos de tamaño considerable. La madre lo traía corto, quieto y junto a ella todo el tiempo, a pesar de los intentos de un tío, supongo, de animar al chico a zafarse y explorar.
Llegamos a la planta alta, muy alta, y nos dispersamos por entre los que ya observaban el paisaje de esta magnífica urbe. La vista es bella, formidable, memorable y de algún modo escalofriante. Por momentos, el piso se movía y parecía que nos caeríamos de pronto. ¡Paf! Pero no, no nos caímos, ni nada parecido. Al ir recorriendo los cuatro puntos cardinales, el lago Michigan, con un azul estupendo debido al buen tiempo (cielo claro y sol brillando) que teníamos esa tarde, me recordó el sitio de dónde venía, hacia dónde iba a terminar yendo después de este fin de semana. Sonreí ante la idea de haber buscado alguna beca en esta bella y trepidante ciudad; también disfruté de modo especial saber un poco lo que la exposición decía sobre la ciudad y algunos personajes importantes. También supe dos o tres cosas nuevas.
Lo que se llevó la tarde fue el ocaso. Un enorme disco anaranjado comandaba los cielos de Chicago y hacía brillar a la ciudad, lenta y acompasadamente se fue despidiendo en el horizonte mientras la luna, ya alta para esos momentos, saludaba y anunciaba la noche. Todos los paseantes se esforzaban por obtener la mejor toma, algunos incluso pedían al astro rey como fondo de una foto del recuerdo. “Pero que salga el sol”, escuché en un español bastante chillón y cacofónico. (Un fresa, pijo, anenado) Sonreí y agité la cabeza por tener tres palabras para definir esa raza humanoide que se cree dueña del mundo sin haber trabajado un cacho por hacerlo mejor siquiera. En fin, yo también me animé a tomarle una foto al moribundo Apolo, pero descubrí con horror que mi batería había muerto. Saqué las pilas, las agité un poco y gracias a la maña mexicana, un poco de suerte y un poco de fe la cámara encendió de nuevo para regalarme cinco valiosos minutos y después, heroicamente, morir para nunca más volver. (con esas pilas)
Ante la imposibilidad de tomar más fotografías, me di dos vueltas más por el mirador, observando más las poses y desfiguros de algunos que la ciudad. Me hice a un lado para que la vista fuera más completa en una fotografía de una chica que me agradeció en un inglés de “Harmon Hall” y me animé a decirle “de nada”, viendo su cara de sorpresa. Un par de italianos se tomaban fotos entre ellos, parecía que estaban de luna de miel o algo así. Uno se parecía a Nek, el otro a Ramazzoti. Una familia de chinos se maravillaba de descubrir las avanzadas funciones de una cámara que, paradójicamente, había sido hecha en su país. Dos o tres románticos que miraban la luna como añorando, buscando regresar el tiempo bajo un mágico conjuro que les devolviera felicidades perdidas, amores lejanos, o simplemente les hiciera repetir aquello que tan profunda huella dejó en sus corazones. Cuando reparé en por tercera vez en una tipa que veía la luna, supe que era momento de irme o terminaría en la misma contemplación.
Salí de la Torre, crucé la calle y traté de entrar a una farmacia, pero estaba cerrada y tuve que caminar un poco mas para hallar una abierta. Mi mochila pesaba demasiado para mis ahora cansados hombros y decidí sentarme frente a la torre por un momento. Abrí uno de los compartimentos y saqué el mapa que Víctor me había dado por la mañana. Quería ir a ver el río, tomar alguna foto. No tenía batería, así que decidí que lo mejor era buscar una. Oscureció mientras estaba en la farmacia comprando un paquete de alcalinas. Olvidé el cargador, no sé donde dejé mi otro par de pilas recargables… bueno, el caso es que me tuve que comprar unas nuevas y desechables. La idea no me gustó para nada.
Era de noche cuando dejé la farmacia. Cambié la batería, comencé a tomar fotografías y caminé feliz hacia el Instituto de Artes de Chicago. Estaba cerrado cuando llegué, pero logré buenas tomas de la luna, las luces de la ciudad y alguna que otra cosa por el estilo.
Volví al río. Filmé un minuto desde el puente. Lamentablemente, mi cara no se nota y mi voz es apenas audible, pero en fin, fue emocionante sentir las vibraciones y los tumbos que da el puente cuando pasa un autobús de transporte público. Estaba de espaldas, tratando de estabilizar la cámara para tomar una foto, cuando las vibraciones me dejaron con un hueco en el estómago. Me pasó por la cabeza que la cámara podía caerse al río. Me puse muy nervioso y preferí seguir mi ruta. Tenía sed, así que me senté cerca del “City Hall” para planear algo de prisa.
Mi intención era llegar al “Emerald Pub” y vivir una experiencia cercana al espíritu de San Patricio, aún en el aire y el tenue verdor del río. Sin embargo, mientras caminaba me hallé con un anuncio luminoso anunciando al “Cardozo’s Pub”. Me decidí a entrar, me pedí una Guinness. En la televisión estaba “American Idol”. Aquello era totalmente distinto a lo que imaginé, pero aproveché para descansar un poco, relajarme, disfrutar el único sabor de mi cerveza y recargar energías para continuar la jornada.
Ya sin sed, algo descansado y con ánimos renovados busqué la calle “Clinton”. Seguí la calle hasta la estación de metro. Entré, deslicé la tarjeta que me dio Víctor pero no funcionó. La persona de guardia me dijo que tenía que comprar un nuevo boleto, o algo así, que había unas máquinas. Curiosos los dispositivos que despachan las entradas. Uno mete la tarjeta, luego pone el dinero, pulsa un botón y listo. Para quien no está familiarizado con el proceso, puede resultar un dolor de cabeza. Lo fue para mí. La vigilante tuvo que venir en mi ayuda. Pasada la vergüenza, entré al sistema.
No es tan claro como el metro de la ciudad de México. Era tarde, según comprendí, o tal vez sólo sea que la estación es poco frecuentada. Al bajar las escaleras me sentí más intimidado y temeroso que en todas las veces que tuve que cruzar la correspondencia Observatorio Universidad.
En 2003-4 estuve viviendo un tiempo en la ciudad de México. En varias ocasiones, regresaba a casa después de las 12 de la noche. Tenía que transbordar de trenes en una estación determinada cuyo nombre escapa a mi memoria. Existe un corredor de más o menos un kilómetro que llamamos “El túnel de la ciencia” y representa la bóveda celeste con las constelaciones y todo. El único detalle es que para que tenga efecto, debe estar oscuro. No importa la hora del día, ese túnel está sólo iluminado por las estrellas artificiales y una que otra lámpara que ayuda muy poco. En dos ocasiones me quisieron asaltar mientras caminaba, en ambas veces no tenía ni un centavo en la bolsa, así que me dejaron en paz para buscar a alguien más. Tuve mucha suerte. Cuando pasó no tuve miedo, era algo hasta cierto punto “natural” en el medio donde vivía.
En otra ocasión, volviendo de una parroquia donde hacía mi pastoral. Iba caminando sobre la avenida Insurgentes Sur, a la altura del restaurante Arroyo, cuando vi venir corriendo a dos tipos hacia mí. Me detuve, frío como una piedra, inmóvil. Comenzaron a reírse y pasaron a mi lado. Era sólo una broma de mal gusto. Fuera de la sorpresa inicial, acabé riendo.
Después de pasar por las escaleras solitarias, llegué al andén. ¿Cómo saber qué tren tomar? Bien, como dije antes, no es tan claro como en el DF donde los anuncios abundan, pero pude leer un pequeño letrero que decía “O’Hare” y fue suficiente. El tren también llevaba la leyenda al frente. Sentado en el metro, pensé que recordaría mucho, añoraría los meses que pasé en el DF y las historias que he vivido ahí; no obstante, estaba cansado: sólo cerré mis ojos y dormité en el trayecto.
Totalmente molido, hambriento, desorientado y somnoliento llegué al aeropuerto. No pude hallar un sitio donde sentarme a comer, no hay más que esperar a que abran mañana las taquillas, pedir mi boleto y entrar a la zona de abordaje, donde los establecimientos están. Por fortuna, mi Ángel no me deja y encontré un pequeño estanquillo de “Starbucks”. Otra mujer de habla hispana me atendió. Compré un bocadillo de jamón, una pequeña botella de café preparado y un yogur de fresa. El chiste me salió en 13 dólares y pico. La cena más cara, fría e incompleta que he tenido en mucho tiempo. (sobre todo por lo de cara) Chicago puede ser muy bello, pero también tiene sus precios.
Aquí estoy, pues, en el Aeropuerto, atascado según el plan, listo para dormir si es que me dejan, de otro modo deambularé arremedando un poco a Tom Hanks y su personaje en la película “The Terminal”. Todo este recuento me ha tomado una hora escribirlo. Hacía mucho que no escribía tanto rato sin sentirme cansado ni presionado en modo alguno. Se siente bien. Me gusta, de hecho. Son cerca de la una de la mañana.